Dos estéticas: efigie y caricatura

por Miguel Garci-Gomez

V. DOS ESTETICAS: EFIGIE Y CARICATURA

LA EFIGIE EN LA GESTA. Una labor ineludible de la buena crítica debe ser la de potenciar la obra literaria y energizarla. Todo crítico goza de una indiscutida libertad interpretativa, libertad que no debe reconocer otros lazos que la palabra; pero son éstos lazos que no debe desatar. No se logrará la debida potenciación de la obra si se adultera el texto o se descoyuntan sus episodios y se analizan éstos fuera de su contexto natural, su contexto literario. Siempre hemos de proceder en el análisis del texto, en lo más minucioso, bajo una visión global e integradora de la obra, rechazando lo que sepa a paternalismo o condescendencia hacia el autor. Me he lamentado en otra ocasión de la crítica que visita el Cantar de Mio Cid como si éste fuera un almacén de repuestos al servicio de historiadores, folkloristas, comparatistas, hebreólogos, etc., que a él acuden por ver si encuentran alguna pieza que encaje en sus proyectos del momento. ¡No hagamos del Cantar un taller de desguace!

En otros trabajos, principalmente en El Burgos de Mio Cid, he explicado ampliamente el episodio del empeño de las arcas de arena dentro de la dinámica narrativa del Cantar, de la legislación vigente sobre transacciones comerciales y el ambiente mercantil de la que fue vibrante capital de Castilla. Al mismo tiempo he expuesto la injusticia literaria de los que se han empeñado en explotar versos sueltos del episodio para sus proyectos especiales del momento. Por ejemplo, a Raquel y Vidas les han expedido un falso carnet de identidad, clasificándolos como judíos; ¿con qué resultado? El resultado de un juego intrascendente de títeres literarios para entretenimiento exclusivo de los titiriteros. De esa crítica ni sale favorecida la causa prosemita, ni sale favorecida la causa del Cid, ni queda engrandecida la obra de arte.

La palabra impone ciertos lazos a nuestra libertad crítica. La obra no tiene otra división que la que le da el texto. Los personajes no admiten otra identificación que la que el texto les confiere. Otra identidad es espúrea, sea dada con buena o con no tan buena voluntad. Hay críticos que han presupuesto que Raquel y Vidas eran judíos, algunos --comentaristas antiguos-- para llamar la atención sobre la amistad que unía al Cid con los hebreos; muchos --comentaristas modernos-- para acusar al Cid y a la comunidad castellana de antisemitismo. Con esa acusación de antisemitismo, que parte de una caprichosa hipótesis, estos cidólogos han escrito --quizá con la mejor intención del mundo-- el primer capítulo de la Leyenda Negra, una España fea ya en su mismo alborear, en su primer poeta, en su primer héroe, en sus primeros lectores.1

¿Antisemita el Cid?. Dos ardorosos defensores modernos del antisemitismo del Cid, Leo Spitzer y Colin Smith, se expresaban con una admirable condescendencia sobre el pretendido antisemitismo. Spitzer decía: "No hagamos confusiones: la moralidad medieval no es la nuestra".2 Smith decía: "por muy difícil que nos resulte hoy, con nuestra idea de moralidad y nuestros remordimientos sobre el antisemitismo, no habrá otro remedio que concluir que la habilidad del Cid en engañar a los judíos era simplemente otra faceta de su talla de héroe."3

Si algo les fue difícil a los antisemitistas fue pavimentar sus vías de sólidos argumentos --de pruebas internas al texto-- que les llevara a su conclusión acusatoria. Sus razones textuales son tan banales y su lenguaje tan exagerado que con su postura consiguen poco más que contribuir a trivializar el antisemitismo histórico. Para que el lector acepte el judaísmo de Raquel y Vidas los partidarios del antisemitismo le obligan a ingerir una olla podrida de falsificaciones léxicas como quizá no se haya guisado otra semejante en la literatura universal. Nos dicen, entre las más destacadas adulteraciones semánticas:


RACHEL = nombre suspecto; entiéndase Ragüel, Rogel, etc
VIDAS = entiéndase Judas.
DON = título irónico; debe descartarse.
AMIGOS CAROS = expresión irónica: insultante.
CASTIELLO = error por socastiello = la aljama.
PALACIO = sala mayor de la casa de los judíos.
CUENTA DE LOS HABERES = sórdida contemplación de las riquezas.
GANAR ALGO = lema del usurero: hacerse rico.
GANANCIA = los intereses de la usura.
CONTADLA = espresión cínica: entiéndase descontadla.
DESFECHOS = arruinados (en el diccionario es deshacer un contrato).
COSIMENTE = irónico: el merecido (en el diccionario es tutela).

Si hay en el episodio humor alguno está basado en estas falsificaciones léxicas, numerosísimas, como se puede apreciar, para un texto tan corto. Y ¿con qué finalidad? ¿Ensalzar la moralidad moderna? ¿Liberarse de un remordimiento?.4

Hay, es verdad, mucho de modernidad en gran parte de esta crítica. Es la crítica de los que podríamos llamar de los antis: los que hablan de un Cid anti-rey, anti-nobles, anti-francos, anti-judíos. Estos críticos formulan sus teorías a sabiendas de que no favorecen para nada al héroe que quiere ensalzar el protopoeta castellano. Solá-Solé se preguntaba: "¿qué necesidad tenía el poeta del Cantar de incluir un episodio que, por lo humorístico, rompe un tanto la seriedad del poema y, por lo indigno y reprobable de la acción, podía afectar negativamente la estatura del héroe cidiano, a pesar de los recursos y excusas que ofrece?" ("De nuevo" 5). Habrá que responderles: si la interpretación humorística, basada en la adulteración semántica, rompe la seriedad del poema, tal interpretación es evidentemente falsa; si la interpretación de la acción, como indigna y reprobable, afecta negativamente la estatura del héroe cidiano en un Cantar que quiere ser la canonización del Campeador, una de dos, o el autor era un inepto o tal interpretación es evidentemente equivocada.

No han sido pocos los críticos que insisten en el carácter burlón y ofensivo del tratamiento del Cid a su prisionero el Conde de Barcelona, a sabiendas de que como caballero cristiano la acción del Cid era insultante. Habrá que decirles: si la interpretación del tratamiento del Cid como burlón resulta insultante en un caballero cristiano, tal interpretación es evidentemente contradictoria, errónea. Todo buen crítico debe evitar atormentarse a sí mismo.

A esos episodios habrá que buscarles evidentemente otras interpretaciones que sirvan para integrar todos sus elementos en una visión global. Para lograr este fin no es necesario indagar recónditos significados en las palabras; bastará entenderlas en su significado primario. Los que han interpretado los episodios del empeño de las arcas y la prisión del Conde de Barcelona como pasajes humorísticos y burlones, han confesado su inhabilidad para integrarlos en una visión global favorecedora, que eleve a la obra a su máxima potencia. Y es que esos episodios ni son humorísticos, ni son burlones, ni son irónicos, ni son ofensivos. No era esa evidentemente la intención del autor de la Gesta de Mio Cid.

¿Democrático el Cid? A T. Montgomery, con conciencia de hombre del siglo XX, de ideas democráticas, le atrajo la idea de un Cantar en el que se desacredita a los no-castellanos, en general, y a la nobleza privilegiada en particular. Para probarlo desguaza el episodio del Conde de Barcelona y lo explica --lo altera-- de tal manera que llega a proferir este reproche contra el autor: "su afán por desacreditar a la nobleza parecía haberle llevado demasiado lejos" ("The Cid" 10). ¿No se le ocurriría al crítico que pudo ser su propia interpretación la que a él le había desencaminado?.

No intenta desacreditar a la nobleza ni el autor de la Gesta que guió cuidadosamente su acción heroica hasta culminar en el casamiento de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión, ni el autor de la Razón, cuya narración culmina en un casamiento con los Infantes de Navarra y Aragón, de mayor alcurnia que los anteriores. También Smith dice sobre el Conde de Barcelona, sin otra razón que su interpretación, que el Cid se mostró con el conde deliberadamente ofensivo y cruel por su rango de nobleza.5

Estas interpretaciones distan mucho de cómo entendieron estos pasajes los primeros lectores del Cantar de Mio Cid; lejos de interpretar estos dos episodios como obra de un autor de visión cínica --hacia los judíos-- o insultante --hacia la nobleza--, nos ofrecen el retrato de un héroe fiel y bonachón. Con respecto a Raquel y Vidas, como he recordado en otro lugar, en la Primera Crónica General se nos dice que, al despedirse del Cid, los mercaderes le desearon "quel diesse Dios vida et salut con que ensanchasse en cristianismo, ca ellos pagados se tenien del" (El Burgos 29). Había pasado más de un siglo de escrito el Cantar, cuando en la Crónica de Castilla, aparece por vez primera la caracterización de Raquel y Vidas como judíos, pero con la observación de que eran "judios muy rricos con quel [el Cid] solia faser sus manlievas," es decir, socios del Cid en la recaudación de tributos. En la Crónica particular, muy endeudada con la anterior, se añadía que los dos judíos "se fiavan mucho en el Campeador, porque nunca fallaron mentira en él por cosa que ellos hubiessen de dar y tomar con el."6

Sobre el tratamiento del Conde de Barcelona, se recalca en la Primera crónica general, como también expliqué hace algunos años, la compasión del Cid hacia su prisionero de guerra: "mando ... fazer muy gran cozina et adobar maniares de muchas guisas por fazer plazer al conde don Remond" (Mio Cid 116). No habrá pues más remedio que preguntar a los antisemitistas, ¿qué tipo de humor era el del autor de la Gesta que hubo de esperar siete siglos para cogerle la gracia? Insiste Montgomery en que los autores de la Crónica tomaron la escena de una copia de Mio Cid, que interpretaron ellos de acuerdo a como el héroe debió actuar, generoso y perdonador. Preguntémonos: ¿no es así como el autor de la Gesta quería a su héroe? Montgomery toma la escena del propio Cantar, pero la interpreta de acuerdo a como el héroe no debió actuar, vengativo y burlón; aunque como él mismo admite, sea este tratamiento un elemento nuevo y discordante (4 y 10).

En otro lugar comenté por extenso el episodio del Conde de Barcelona.7 Voy a permitirme recoger aquí parte de aquella investigación con el fin de poner de relieve el contraste entre las dos estéticas del Cantar de Mio Cid, contraponiendo dos episodios en los que el Cid se enfrenta con miembros de la nobleza, con dos condes: el Conde don Ramón de Barcelona, que ataca a los hombres del Cid, en la Gesta, y el Conde Don García, que ataca los pelos de su barba, en la Razón.

El Conde de Barcelona. Al Conde de Barcelona le llegaron noticias de que el Cid merodeaba por tierras que le eran tributarias. Se le ocurrió salir a su encuentro y hacerle pagar por unas ofensas no especificadas. El Cid le manda emisario que le asegurara que no estaba interesado en saquear sus tierras y que le dejara ir en paz (v. 978). El Conde, muy follón, no lo cree y decide salir a vengarse. Se entabla la batalla. Los hombres del Cid proceden según la estrategia fijada por su caudillo. Hieren, derriban, vencen. Curioso: en toda esta escaramuza no se habla de muertos o de sangre, como en las batallas contra los moros. El peso de la acción bélica gravita en el hecho de desmontar a los caballeros de don Ramón y de despojar a éste de su espada Colada, más un rico botín. Da la impresión que en esta batalla, más que la vida o la muerte, se ponía en juego el honor y la honra, el honor y la honra del Cid, claro, que es lo que al autor le interesaba. El propósito de la batalla quedó compendiado como lance de honor en este verso:

hy vençió esta batalla por do ondró su barba (1011).

Este fue un combate especial. No sólo no hubo muertos, sino que ni siquiera se nos informa de qué se hizo con los hombres del conde. La atención se enfoca sobre éste, prisionero tan distinguido que el Cid mandó que le guardaran en su propia tienda. Cuando llegan los hombres del Cid, cargados de ricas ganancias, deciden celebrar su victoria con una gran comida al fuego. En medio de la celebración y el jolgorio, no se olvidan los vencedores del Conde, y deciden hacerle partícipe de aquellos comeres:

adúzenle los comeres, delante se los paraban (1019).

El prisionero les insulta y rehúsa probar bocado:

No combré un bocado por quanto ha en toda España,
antes perderé el cuerpo y dexaré el alma,
pues que tales malcalçados me vençieron en batalla
(1021-23).

El Conde prefería morir a verse prisionero de guerra. Los criados contaron al Cid lo que pasaba. Este entró entonces personalmente en la tienda con ánimo de persuadir al Conde a que comiera. Le ofrece de su pan y de su vino. Le explica que si no comía, no llegaría a ver el término de su condena:


Mio Çid Ruy Díaz odredes lo que dixo:
Comed, conde, d'este pan y bebed d'este vino,
si lo que digo fiziéredes, saldredes de cativo,
si no, en todos vuestros días, no veredes cristianismo
(1022-25).

El comed y bebed parece tomado del rito de la misa y la comunión; compartir el pan y el vino era señal de la reconciliación. El Conde, por su parte, rehusó endurecido esa señal de amistad, como había rehusado anteriormente creer en las buenas intenciones del Cid (v. 979). Seguía prefiriendo la muerte a la prisión; en las palabras del Cid no había visto él nada que le indicara una cercana libertad:

Dixo el conde don Remón: Comed, don Rodrigo, y pensedes de folgar
que yo dexar me he morir, que no quiero comer (1028-29).

Don Ramón hablaba en serio. Tres días transcurrieron, y él sin pro- bar un muesso de pan (1032). Alarmado por el continuado ayuno, el Cid le hace una nueva oferta: la libertad inmediata para él y dos de sus hidalgos:

Dixo mi Çid: Comed, conde, algo, ca si no comedes,
                                          [no veredes cristianos,
y si vos comiéredes, donde yo sea pagado,
a vos y dos fijos d'algo quitar vos he los cuerpos y dar
                                [vos he de mano
1033-35.

El Conde no puede dar crédito a sus oídos. Dada la opinión que tenía del Cid, no esperaba tal rasgo de liberalidad. La agresividad del muy follón pareció amansarse de repente. Maravillado, comenzó a alegrarse: Quando esto oyó el conde, ya se iba alegrando.
Si lo fiziéredes, Çid, lo que habedes fablado,
tanto quanto yo viva, seré dende maravillado
1036-38.

El Cid Campeador también se alegra y reafirma su promesa: Pues comed, conde, y quando fuéredes yantado, a vos y a otros dos dar vos he de mano 1039-40.

J. Horrent, poco satisfecho con la interpretación común del episodio, se preguntaba si el Conde no estaría tratando de conseguir algo del Cid: "La alusión habitual que la Gesta hace a la comida parece indicar que ésta ha sido marcada por un incidente insólito. ¿Quizá que el conde amenazara con no comer si sus instancias no eran escuchadas?" (Historia 37-38).

Exactamente. Es cierto que la alusión a la comida había sido marcada por un incidente insólito: la derrota a cargo de los malcalçados del Cid y el consecuente encarcelamiento. Lo es también que el Conde trataba de coercer con su ayuno al Cid. No es tan cierto, sin embargo, que la alusión a la comida fuera "inhabitual," como vamos a ver. ¿Qué instancias eran ésas a que Horrent se refiere? Una vez que el conde se decidió a comer sin titubeos y con alegría --de grado (v. 1025)--, cuando le fue prometida la libertad, hemos de deducir que era o la libertad o la muerte lo que don Ramón deseaba.

La huelga de hambre. El Conde había declarado una huelga de hambre. Nos encontramos, pues, en la Gesta con un caso muy temprano del uso del ayuno como medio de coerción al poderoso para obtener la libertad. Y fue éste, por cierto, un medio muy eficaz.

El ayuno como medio coercitivo contaba con unos antecedentes viejos y largos en la India y, entre los países europeos y cristianos, en Irlanda, con la peculiaridad de que en ambas sociedades ese ayuno adquiría reconocimiento legal; es decir, el ayuno contra un individuo obligaba a éste, bajo ley, a atender la petición del ayunante. No se sabe que en España u otras naciones europeas, excepto Irlanda, tal tipo de ayuno fuera reconocido en las leyes. Sin embargo en las Siete Partidas (II, t.29, l. 1 y 2) se recogen unas claras normativas de conducta hacia los prisioneros. Tras proclamarse que "la libertad es la más cara cosa que el home puede haber en este mundo," se especificaban cuatro razones por las que los hombre deben poner en libertad a los prisioneros, y en una nota se explica que el deben se convierte en necesidad "quando captivus est in periculo animae, vel corporis." Sin duda que tras tres días sin comer la vida del conde corría un gran peligro. De haber muerto en prisión, se le hubiera culpado al Cid de haberle tratado con crueldad e inhumanamente.

Realmente el ayuno como medio de conseguir el inferior algo de su superior es perfectamente congruente con el sentir bíblico. A lo largo de la tradición hebreo-cristiana se da a entender que el ayuno es el último recurso de la criatura inerme para conseguir lo que quisiere del omnipotente Creador. Por ejemplo, se dice en el libro de Judith (4, 11-12) que Eliaquín, sacerdote magno del Señor, se dirigió al pueblo de Israel y les dijo: "Sabed que el Señor oirá vuestras preces si permaneciérais por algún tiempo en ayunos y oraciones en su presencia." Los evangelios apócrifos y las vidas de los santos están plagados de favores concedidos por Dios a los que ayunan. Por analogía podemos pensar que entre los Irlandeses se practicó el ayuno como arma con que coercer a sus enemigos. Estos no podrían negarse ante lo que el mismo Dios se doblegaba. Relata Dom Gougaud de San Cadoc de Llancarvan, que emprendió en una ocasión un ayuno contra el jefe de una pandilla de enemigos, quien pronto cedió a los ruegos del santo. (Devotional 154, y 157 n46).

En los romances arturianos la práctica del ayuno se secularizó. La comida llegó a rehusarse a veces por razones bastante triviales, pero no por eso dejaba de surtir efecto. En un romance latino sobre los reyes Arturo y Gorgol se refiere que, estando este último contando una historia, quiso interrumpir la narración y parar a comer. Se dirigió a Arturo: "Aturo, baja y come." Respondió éste: "Aunque todos los dioses del cielo clamasen: "¡Baja, Arturo, y come!," no bajaría y comería hasta enterarme de lo que resta" (Kittredge 156).

Y entre todos los tipos de ayuno, el más estricto era el practicado por los santos en la cárcel, conocido con un nombre especial, superpositio;8 ¿no era de este tipo el que estaba decidido a practicar el Conde de Barcelona?.

El episodio del Conde de Barcelona es la histora sencilla --contada con un lenguaje no exento de cierto gracejo-- de un preso que ayuna hasta conseguir su libertad. La tradición literaria del ayuno es una tradición seria y sagrada, mantenida en la memoria de todos en las prácticas rituales y solemnes de la iglesia. Al lado de estas prácticas corre pareja la no menos seria y sagrada costumbre de compartir el pan y el vino con nuestros prójimos, desde los Proverbios (9, 4-6) hasta el rito de la misa y la comunión. A la luz de esa tradición y costumbre nos es fácil darle respuesta afirmativa a la citada pregunta de J. Horrent. El episodio del Conde de Barcelona se nos hace inteligible y significativo a la luz de esas tradiciones.

La lealtad del Cid. En la Gesta se nos ofrece una galería de efigies de personajes dignos y venerables, cada uno de los cuales se porta se porta como se debe de portar. El Conde de Barcelona, prisionero, ayuna hasta conseguir la libertad. En todos los aspectos es el Conde un hombre testarudo y de recia voluntad. El Cid, un hombre de tanto valor y bondad, de tanta justicia y compasión, que llegaría a convencer de su honradez hasta el más obstinado de sus enemigos, el que de muy follón se convierte en muy franco (1068). Un poco más tarde se convencería de la honradez del Campeador el propio monarca.

Me he detenido en estos comentarios con el fin de establecer la dignidad de los personajes en la Gesta, el realismo y el naturalismo de sus retratos. Cada personaje se nos presenta con unos rasgos de admirabilidad que sólo un juego sucio, de falsificación lingüística, podría empañar. A Raquel y Vidas se les llama amigos caros: fueron ellos los que más dinero arriesgaron, a ciegas, en favor del desterrado --y nos consta qué importancia tenía el dinero en la Gesta. Tras el episodio del Conde de Barcelona decía del Cid el narrador, resumiendo: una deslealtança, ca no la fizo alguandre (1081). El autor de la Gesta quiere decir con sus palabras lo que las palabras nos dicen directamente. Los comentarios de algunos críticos no pueden menos que hacernos pensar en aquella actitud que terminarían por adoptar los Infantes de Carrión, los de la Razón:

Por bien lo dixo el Çid, mal ellos lo tovieron a mal (2464).

El autor de la Gesta era un hombre bonachón, con un lenguaje que nunca pasa más allá de la galanura y donaire; en su obra no cabía la ironía, pues no tenía cabida la doblada intención ni el adversario irreconciliable. Sus personajes parecen como efigies venerables, de hablar mesurado, llevados de móviles muy humanos, de razones convincentes, y en marcha continua hacia unos objetivos claramente definidos, teórica y prácticamente alcanzables. No había cabida en su Gesta para el insulto o la ofensa. Todos los personajes terminaban dando ejemplo de una conducta irreprochable, imitable.

Recorriendo su galería de retratos nos encontramos con los inolvidables de la niña de nueve años, plantada ante el formidable guerrero; la de los burgaleses y burgalesas, asomados anhelantes a las ventanas; las de Raquel y Vidas, mercaderes prósperos que, en el palaçio cuentan sus ganancias; la de Doña Jimena en el monasterio con sus dos hijitas; la del Conde de Barcelona, comiendo con muchas ganas después de su largo ayuno (comiendo va el conde, Dios, qué de buen grado 1052);9 la del rey Alfonso, recibiendo los regalos, perdonando al Cid y dándole su amor; la del obispo don Jerónimo, como guerrero en la batalla, como prelado en los casamientos; la de la huerta valenciana, espessa y grande (v 1615); las de las solemnísimas bodas en el alcázar (ricas fueron las bodas en el alcáçar hondrado 2248); las de aquellos Infantes de Carrión, admirables en su caminar (de pie y a sabor, Dios, qué quedos entraron (2213); y las de otros miles.

Entre todas estos retratos se destaca, claro está, la colección de efigies del Cid Campeador, desde aquella primera, él en soledad:

De los sus ojos tan fuertemiente llorando (1),

hasta aquella en último lugar, acompañado de todos los suyos:

Alegre era el Çid y todos sus vasallos (2273.

La caricatura de la Razón. Pasemos rápidamente a la galería de la Razón, al retrato de Diego y Fernando. Entre las últimas efigies de la Gesta el autor nos había mostrado a unos Infantes de un cabalgar majestuoso, de un andar acompasado, que los hacía dignos de admiración:

cabalgan los ifantes, adelante adeliñaban al palaçio
con buenas vestiduras y fuertemiente adobados:
¡de pie e a sabor, Dios, qué quedos entraron
! (2211-13).10

Dámaso Alonso, con pincelada de maestro, dice de los Infantes que "están tratados por el poeta con el mismo cariño (en cuanto criaturas de arte) con la misma mesura, lentitud y apurada matización, casi, que el máximo héroe de la epopeya" (93). Una vez más comprobamos que lo que se dice sobre el Cantar, su estilo o sus personajes, carece de aplicación válida para las dos partes de la obra. Las palabras de D. Alonso valen para los Infantes de la Gesta. En la Razón, sin embargo, el primer retrato de los Infantes es una extravagante caricatura. Ante el león escapado vemos a Diego metido tras la viga lagar para salir con el manto y el brial todo sucio:

Tras una viga lagar metióse con gran pavor,
el manto y el brial todo suzio lo sacó
(2290-91).

El fino y blanquísimo brial manchado y la cara sin color producen un cuadro burlesco:

Quando los fallaron y ellos vinieron, así vinieron sin color,
no viestes tal juego como iba por la corte (2307-08).

La Razón está toda ella traspasada de burla; me atrevería a decir que es como una burla de la Gesta, particularmente de su final. Parece estar concebida la Razón como una reacción del autor; como si a éste le hubiera disgustado el falso casamiento de los Infantes de Carrión con las hijas del Cid. Le habría resultado chocante e intolerable al autor de la Razón que el de la Gesta, tras haber mantenido un fondo de cercanía a la historia de los hechos, premiara la gloriosa conquista de Valencia con unos casamientos que contradecían completamente la historia. Y desde el principio se propuso destruir, paso a paso, a los esposos y deshacer los casamientos. El hecho de que Diego y Fernando, como personajes de la acción, fueran ficticios, le daba libertad para maltratarlos impunemente.

Para lograr destruir a aquellos maridos fingidos, relataría el autor de la Razón toda una serie de incidentes y episodios fantásticos, para concluir con un acercamiento a la historia, casando a las hijas del Cid con los que fueron, según Menéndez Pidal, los "maridos que realmente tuvieron." (Cantar II 722,18). ¡Qué ironía, historiadores! En la Gesta los caminos de la historia nos habían conducido a una cumbre de ficción; en la Razón unos caminos de ficción culminarían por aproximarnos a la historia.

En mi visión de dos autores, pues, el espíritu de zumba que anima en la Razón a los personajes históricos --Cid y vasallos-- contra los de ficción --Infantes de Carrión y su bando-- viene amamantado en el fondo --y entre otras cosas-- por el espíritu de burla que animó a un autor a destruir la labor --labor de casamentero-- del anterior.

El autor de la Gesta, hombre bonachón, nos había dibujado unos personajes de faz tersa, sobre un telón sin sombras. Dentro del Mio Cid podemos apreciar dos estilos muy diferentes: el estilo que trata de relatar un acontecimiento y de presentar una realidad --el de la Gesta--, y el estilo que trata de infundir un sentimiento, una emoción --el de la Razón. En Mio Cid nos encontramos en embrión dos modos diferentes de novelar o hacer teatro, el del realismo o historicismo, y el del expresionismo. El autor de la Razón exageraba y distorsionaba con el fin de generar una carga emocional. En su arte --arte de ironista experto-- se destaca la caricatura mediante la cual los personaje heredados de la Gesta reaparecen, pero disfrazados con una máscara, máscara que en algunos de ellos es sumamente grotesca.

Caricatura (del italiano caricare, exagerar, recargar) es un retrato extravagante e incongruente, en el que se han exagerado o recargado las facciones más destacadas de un personaje. Como colmo de la caricatura tenemos el hecho de que el papel central, el que mueve y agita el drama de la Razón, recae en los Infantes de Carrión, personajes humanamente descentrados, que sufren de una íntima angustia, de una gran crisis de identidad, de un fuerte estrés psicológico que les induce a la renuncia de las riquezas que habían añorado en su matrimonio, a la renuncia de sus esposas, a la renuncia de su medio, hasta el punto de desembocar en la irracionalidad, en la venganza.

Los Infantes de la Razón no serían los mismos que conocimos en la Gesta; cambian de psique, cambian de propósito. Con ellos cambiaban muchos otros personajes, incluso cambiaban de finalidad las acciones, sus objetivos. En otro lugar he mencionado cómo en la Razón se frustran las oraciones, y cómo se escuchan las conversaciones secretas. Se da una gran batalla contra el rey Búcar y sus 50.000 hombres (v. 2313) en la que más que la valentía de los vasallos del Cid se quiere probar la cobardía de los Infantes; mueren muchos moros, se desmontan muchos caballos, pero al llegar al botín, la ganancia más destacada es una espada, Tizón. Con esta espada, ya tenía dos el Cid para poder regalar una a cada yerno. Se las regala sólo para serles reclamadas más tarde y con ellas ser derrotados en los duelos. No sólo esto, sino que, como diré más adelante, Colada, con su tremendo filo, en lugar de infligirle la muerte a Diego, sirvió para dejarle calvo en la presencia de todos.

Es decir, que el autor de la Razón quiere producir un efecto chocante tanto en la actitud y conducta de los personajes como en la función del vestido y las armas. El agüero de la corneja en la Gesta cumplió con su finalidad natural de transmitir un mensaje antes de comenzarse la acción. En la Razón se mencionan también unos agüeros, pero después de haber tenido lugar el aciago suceso (v. 2615). Si las oraciones se frustraban en la Razón, no extraña la inutilidad del presagio ominoso. Las prendas de vestir cumplían sin falla en la Gesta con el propósito para el que fueron confeccionadas; en la Razón, a semejanza de Colada, se tergiversa su función con variados efectos emocionales, como es el caso de aquel brial, todo suzio (2291) o aquel manto arrastrado (3374); o aquellos çiclatones sobre los que salía limpia la sangre (2739); o aquel sombrero de Félez Muñoz, que sólo usó éste para llevar agua con que reavivar a las moribundas primas (2799).

Mientras en la Gesta impera un impecable afán por el verismo y la visión de un mundo simpre mirado a través de los ojos de un Campeador, complido, contado, leal, en la Razón el realismo e incluso verismo murieron sofocados bajo la carga del mensaje en el comienzo mismo, en el episodio del león; en el curso de la acción podemos entrever de vez en cuando un mundo visto por los antagonistas, por los antihéroes, por los Condes, los canes traidores, que nos quieren hacer creer de sus esposas que no servían ni para barraganas, y del Cid, que era malintencionado, un Cid de barba horrenda, procedente de las bajas capas sociales: picador de ruedas de molino (¡Fuese a río de Ovirna los molinos picar! 3379).11

La barba: de la majestad al terror. El rasgo más admirable e impresionante del retrato efigie de la Gesta era la barba; hasta el punto de que en la Gesta es el Cid el único barbado, y sólo en ella la barba se personaliza:

-Dios, cómo es alegre la barba bellida 930.

Se personaliza hasta convertirse en atributo distintivo, exclusivo, del Cid Campeador:

¡Merçed, ya Çid, barba tan cumplida! 268.

Enclinó las manos en la su barba bellida 274.
Grado al criador y a vos, Çid, barba bellida 2192.

En otra ocasión el autor nos invita a mirar la barbada efigie a través de los ojos del monarca:

Catándole seía la barba, que tan aína le creçiera 2059.

En la galería de caricaturas de la Razón vemos pelos, muchos pelos, ya en el primer retrato y en primer plano, pero en lugar de pertenecer a la barba del Cid, son los de la melena de un león; y en el fondo, unos hombres aterrorizados ante esa melena, entre ellos unos que se esconden, otros que sacan sus espadas y rodean al Campeador; éste, en medio del tumulto, parece dormir plácidamente. Al despertarse, se acerca al león y por los pelos le conduce a su jaula.

En el primer retrato de la barba del Cid nos sorprendemos de aquellos pelos grandes, aterradores, espantosos, con los que el propio Campeador amenaza a su adversario el rey Búcar:

Mio Çid al Rey Búcar cayóle en alcançe.
¡Acá torna, Búcar! Veniste de allende mar,
ver te has con el Çid, el de la barba grande,
saludar nos hemos amos y tajaremos amistad
(2408-11).

La barba ha pasado de ser el objeto de la admiración y ponderación de la Gesta, a ser ya en su primera aparición en la Razón un instrumento de justicia, de castigo. Lo entendió muy bien el rey moro:

Respuso Búcar al Çid: ¡Confonda Dios tal amistad!
El espada tienes desnuda en la mano y véote aguijar,
Así como semeja, en mí la quieres ensayar,
mas si el caballo no estropieça o comigo no cae
no te juntarás comigo fasta dentro en la mar.
Aquí respuso el Çid: ¡Esto no será verdad!
(2412-17).

Ya en este pasaje podemos entrever por un lado los pelos y la espada como instrumentos de amenaza, por otro la palabra como arma mágica de una gran eficacia. En realidad ante la eficacia de la palabra en la Razón palidece aquella infalible eficacia de las espadas, de los regalos, de las riquezas de la Gesta. En la Gesta dominaba la sabiduría popular del refrán dádivas quebrantan peñas; en la Razón prevalecería el principio de San Juan en su evangelio: "En el principio era la palabra ... y la palabra era Dios," o auquello de "palabras como espadas." Sucumbieron en la Gesta a la estrategia y la espada del Cid, con sus vasallos, los enemigos, los moros y el Conde de Barcelona. En la Razón el gran encuentro de los bandos enemigos tendría lugar en las Cortes de To- ledo donde, como expliqué en el capítulo anterior, triunfa la palabra del Campeador y los suyos; la victoria del Cid consistiría en que todos sucumbieran a su palabra --atorgan--, a sus demandas:

Atorgan los alcaldes. "Todo esto es razón 3159.
Dixo el buen rey: Así lo otorgo yo 3214.

Recuérdese que ya al comienzo se nos hace ver que el gran conflicto se inició en un malentendido; la palabra del Cid, aunque fuera dicha por bien, la tomaban los de Carrión a mal.

por bien lo dixo el Çid, mas ellos lo tovieron a mal 2464.

¿Quién sabe? El rey Búcar tomó a mal aquellas palabras al parecer tan conciliadoras del Campeador: tajaremos amistad. ¿Las dijo el Cid por bien? Mientras que no cabía ambigüedad en aquella predicación de la Gesta de amigos caros sobre Raquel y Vidas, o aquella caracterización genaralizadora del Campeador: una deslealtança, ca no la fizo alguandre (1081), la duplicidad de sentido en estas palabras del Cid de la Razón es evidente en su contexto próximo: son palabras como espadas, palabras de doble filo. Los que las tomen a bien destacarán el significado de saludar y amistad, los que las tomen a mal, se fijarán en tajaremos y espada. El rey moro, que lo tomó a mal, vio un Cid, espada en ristre, interesado en la paz, sí, pero esa paz que sigue cuando el enemigo recibe un tajo que le parte desde yelmo hasta la cintura. El Cid --el autor-- era un mago de la ironía, esa figura del discurso persuasorio que si contentaba al amigo, confundía y derrotaba al adversario.12

En su esencialidad consiste la ironía en una inadecuación entre el fondo y la forma, entre la realidad y la apariencia, entre la palabra y la intención, entre las esperanzas de los personajes y los resultados, entre las oraciones y el destino, entre la causa y sus efectos, entre la premisa y la conclusión, etc. Son los mismos personajes de la Razón los que se encuentran enredados en malentendidos, en locuciones e interpretaciones irónicas. Los mismo personajes son conscientes de su lenguaje de bromas y veras:

Dezid qué vos mereçí, ifantes, en juego o en vero?
¿O en alguna razón? (3258-59).

Las Cortes de Toledo. En la Gesta la barba, como vimos, se había erigido como un fetiche digno de la mayor venerabilidad. En la Razón el fetiche se convierte en un objeto de vituperio en el pasaje de las Cortes de Toledo. Si de lo sublime a lo ridículo el paso es muy corto, en este pasaje de las Cortes se acerca tanto lo uno a lo otro que su apreciación sólo depende del punto de vista: la voluntad de significación del hablante y la voluntad de interpretación del oyente.

No podían ser más sublimes en el contexto del Cantar ni el escenario, ni los personajes, ni la causa del pleito. Como centro de atención se nos muestran la corte --el rey y los grandes del reino--, los reos --los Infantes de Carrión--, la causa --el atentado de asesinato de la hijas del Cid--, las circunstancias agravantes --el quebrantamiento de unos matrimonios patrocinados por el monarca--, los defensores --jefes de dos bandos muy poderosos, el Conde Don García y el Cid Campeador--, el veredicto pretendido --el de restaurar el honor y la honra. Y en medio de tanta sublimidad, ¿en qué se cifra la polémica de los dos grandes contrincantes? En sus respectivos pelos.

El fetichismo del pelo. Don García, el jefe y defensor del bando de los de Carrión, alega que los Infantes Diego y Fernando habían obrado con justicia en el repudio de las hijas del Cid y la disolución del matrimonio por ser éstos de naturaleza real, por ser aquéllas unas barraganas. Como preámbulo a su defensa, Don García hizo una alusión a la, bajo su punto de vista, ridículamente "espantosa" barba del Cid.
[CRONISTA]
El conde don Garçía en pie se levantaba.
[DON GARCIA]
¡Merced, ya Rey, el mejor de toda España!
Vezóse mio Çid a las cortes pregonadas;
Dexóla creçer y luenga trae la barba,
Los unos le han miedo y los otros espanta.
Los de Carrión son de natura tal,
No gelas debíen querer sus fijas por barraganas.
¡Oh quien gelas diera por parejas o por veladas!
Derecho fizieron por que las han dexadas,
Quanto él dice no se lo preçiamos nada
(3270-79).

¿Qué tenía que ver --nos preguntaremos-- la barba con la razón del pleito? Evidentemente, mucho; tanto como para que el Cid Campeador se olvidara de la causa y razón del juicio, se olvidara del repudio de su hijas, de su vilipendio como barraganas; se olvidara de la disolución de los vínculos matrimoniales y del atentado de asesinato a manos de los Infantes, para limitar y centrar su discurso en la --bajo su punto de vista-- sublimemente cuidada barba propia y en la --bajo su punto de vista-- ridículamente rala y desigual barba de su adversario. Las Cortes no serían la palestra donde se argüiría sobre la ley, sino el escenario donde por fin se desenmascaría al malo. No era el derecho, sino el carácter del personaje lo que más le interesaba al autor de la Razón.

Nuestros dos ilustres abogados parecen partir del supuesto de que a la verdad se llega no por un proceso de la razón, sino por los impulsos del sentimiento; para ellos la persuasión es un producto de la manipulación de las emociones, y de que éstas son amamantadas, más que por los argumentos racionales, por la dinámica de la imagen, el poder de los signos y símbolos, la virtud, en este caso, del fetiche. Don García había empezado por amonestar a los señores del jurado y a todos los presentes que el Cid, a falta de razones de peso con que convencerlos --como sería su dignidad personal, su alcurnia o naturaleza aristocrática de que carecía-- iba a tratar de amedrentarlos e intimidarlos con su espantosa figura, con su espantosa barba, ante la que tantísimos moros se habían acoquinado. Don García parecía insinuarles a los miembros del distinguido tribunal: si le hacéis caso y le dáis la razón al Cid, sóis tan asustadizos y cobardes como los moros.13

El Cid, alarmado ante esa imagen de imponente coco que había presentado su adversario, y temiendo que la implicación de su discurso hiciera mella en el ánimo de los jueces, para desacreditar a Don García con la mayor efectividad posible, se vale de las propias armas del adversario --como los vasallos se valdrían de las espadas de los Infantes--; aprovecha precisamente el argumento que el adversario había introducido, y se lo retuerce, comenzando por retorcerse su propia barba.

[CRONISTA
Esora el Campeador prísose a la barba.
[CID]
Grado a Dios, que çielo y tierra manda,
por eso es luenga, que a deliçio fue criada.
¿Qué habedes vos, conde, por retraer la mi barba?
Ca de cuando nasco a deliçio fue criada,
ca no me priso a ella fijo de mugier nada
ni me la messó fijo de moro ni de cristiana,
como yo a vos, conde, en el castiello de Cabra.
Quando prise a Cabra y a vos por la barba,
no hy hobo rapaz que no messó su pulgada:
La que yo messé aún no es eguada
(3280-90).

Nuestra cultura, la de nuestros días, es abrumadoramente barbilampiña (en países tan desarrollados como los Estados Unidos, por ejemplo, apenas nos encontramos con un político barbado; temerán que algún votante se incomode). En tal ambiente cultural, se corre el peligro de interpretar como frívola esta discusión, este agarrarse y tirarse --y mesar-- de los pelos, de nuestros dos ilustres abogados ante una audiencia tan respetable. Pero hemos de admitir que el escritor, el autor de la Razón, quiso presentar a dos dignos contrincantes en su intento de ridiculizarse entre sí con los rasgos más caricaturescos a su disposición. Para comprender hoy, a siglos de distancia, en su debida dimensión la seria y dura sátira del pasaje no tendremos más remedio que ahondar en la cultura de aquella época, y bucear en los viejos textos hasta dilucidar los valores convencionales del pelo en la tradición cultural.

Tratemos, pues, de reconstruir la escena, imaginándonos al Campeador acariciando su larga y abundante barba, recogida y atada con un cordón, frente a don García, de barba cortica y rizadita. Por su barbilla rizada se le conocía también a Don García, en el Cantar y otros documentos, con el apodo de Crespo de Grañón (v. 3112), que algunos, como Bello, han interpretado como "crespo de mostacho." No debe pasarse por alto el juego Cabra-vos en este verso:

Quando prise a Cabra y a vos por la barba 3288.

Sería la de Don García un barba de chivo, escasa en los carrillos y alargada debajo de la boca; sería también su personalidad, como la de la cabra, huidiza y medrosa, con algo de endemoniada. El jefe del bando de Carrión debería de sentirse tan acomplejado de sus cortos y escasos pelos que fue él quien, como para curarse en salud, trató de burlarse del pelo esplendoroso del Campeador. Pero, como decimos en lenguaje coloquial para caracterizar la ironía, le salió el tiro por la culata. El Cid reaccionaría como aquel a quien se le había ofrecido la oportunidad esperada por mucho tiempo.

Había explicado San Agustín que "la barba indica la virtud --¿virilidad?--" y que "la barba significa fuertes; la barba significa jóvenes, estrenuos, diligentes, ágiles."14 Lo que Don García adujo en vituperio del Cid, lo convierte éste en panegírico propio. El Cid, nos aseguraba él mismo, había tenido un gran cuidado en proteger su pelo, el de la cabeza y el de la barba, desde el día en que nació. Hasta tal punto que --se nos aclara en otro lugar-- vestía un cordón con el que se ataba la barba y una cofia que estaba confeccionada con miras a que las labores y adornos de oro no le cortasen, enredasen o estropeasen los pelos;15 en general pelo es un vocablo de uso más frecuente en la Razón:
               Libro   Casos %Real %Esperado Diferencia
             ------------------------------------------        
pelo16         GESTA      1    20%     61%     -41%
               RAZON      4    80%     39%      41%
             ------------------------------------------        
El Cid trataba a su barba y la decoraba como el hombre primitivo trataba y decoraba a su fetiche: con el fin de inspirar sentimientos de asombro, como si estuviera dotada de misteriosos poderes, y mereciera el respeto, la reverencia y el temor propios de una divinidad. La barba luenga, intonsa del Cid, el indomable Campeador, infundía pavor al enemigo.

El pelo intonso. En la Biblia el pelo largo, nunca cortado, es un emblema de la devoción del hombre y su dedicación al Todopoderoso. Sobresale entre los personajes del Antiguo Testamento Sansón, cuya proverbial fuerza radicaba en su pelo. "Nunca ha tocado la navaja mi cabeza, pues soy nazareo de Dios desde el vientre de mi madre. Si me rapasen, perdería mi fuerza, quedaría débil y sería como todos los otros hombres" (Jueces 16:17). Por otro lado, se consideraba un gran insulto mutilar la barba de otra persona: "Entonces Janón, cogiendo a los embajadores de David, rapóles la mitad de la barba" (2Sam 10:4); y en otro texto: "he dado mis mejillas a los que me arrancaban la barba" (Isa 50:6). Es el propio Yavé, según Isaías, el que amenazaba a su pueblo con rasurarle "los pelos de la cabeza, los pelos de los pies y de la barba" (Isa 7:20), es decir, incluso el pelo pubiano ("pies" es eufemismo por genitales).17

En el Nuevo Testamento puede apreciarse la conexión del pelo con el fetiche sexual. Se nos dice de las prostitutas de Corinto que solían llevar, por distintivo, el pelo corto; a las cristianas les amonestaba San Pablo que dejaran crecer su cabello para que les sirviera de velo (1Cor 11:15). El mismo apóstol, quizá también como censura a las modas de las prostitutas, aconsejaba a las cristianas que no se rizaran el pelo (1Tim 2:9). El pelo corto y rizado se asemeja al pubiano. En la antigua Grecia se tenía en alto aprecio la faz dotada de frondosa barba. A Esculapio, hijo de Apolo, se le representaba una larga barba dorada. Dionisio de Siracusa, que lucía una hermosa barba y que, en un saqueo, le robó a Esculapio la suya de oro, tenía gran cuidado de no introducir la tijera en la propia, usando para su control y arreglo unos carbones. A los sabios griegos se les llamaba "los barbados" (Cicerón, 4 de Finibus). Plinio dice: "La barba selvosa y pulcramente cuidada, aunque es de por sí exterior y fortuita, se juzga como una de las insignias del hombre erudito"

Mesar la barba. Entre los griegos y romanos "mesar la barba" era una expresión proverbial que significaba "mofarse"; entre los latinos se hizo esta frase una socorrida expresión de los satíricos. Persio, por ejemplo, la emplea en varias ocasiones; en una de ellas una petulante prostituta se burla de un filósofo cínico, tirándole de la barba (Cynico barbam petulans nonaria vellat, Sat. I, 133).18 Horacio se mofa del rey estoico de quien dice que "los desvergonzados rapaces le tiran de la barba" (Vellunt tibi barbam lascivi pueri, Sat. I, 3, 133).

El autor de la Razón de Mio Cid, es evidente, no era un simple juglar itinerante; en unos cuantos versos de esta polémica supo condensar la tradición de sublimidad y mofa del pelo, heredada de lo más escogido de las Sagradas Escrituras y las letras clásicas. Ahora bien, todo esto de cuidar "a delicio" la barba, como hacían los nazaritas entre los hebreos, y los semidioses, héroes y filósofos entre los griegos, y entre los castellanos el Cid Campeador; todo esto de "mesar la barba," como hacían las prostitutas y lascivos chavales de Roma y los rapaces del castillo de Cabra, incluido el mismo Cid, carecería de transcendencia si por debajo del significado manifiesto no se escondiera un significado latente: el significado del fetiche reverenciado o del fetiche profanado.

Y digámoslo de una vez, entre todos los pueblos herederos de la tradición bíblica y clásica se destaca el castellano no sólo por haberle dedicado a este fetiche una hornacina en el primer monumento literario conocido, sino también por haber popularizado y perpetuado su memoria en lenguaje de todos; el lenguaje de nuestro popularísimo dicho tomar el pelo.

Tomar el pelo. ¿Qué pelo? Pelo es por antonomasia el pubiano, según definen en consonancia los entendidos en lenguaje erótico y dichos de germanía.19 Y si lo entendemos así, como aquí lo entiendo yo, nos explicaremos mejor el porqué de esos inconscientes murmullos, tan inefables como innegables, que se barruntan dentro del espíritu ante dos estampas extremas: la selvática barba y la resplandeciente calva. Esas "selváticas barbas" que admiraba Plinio o esas "cabezas más mondas que los culos prostituidos" (prostitutis laevius caput culis), objeto de la mofa de Marcial (9,28). El autor de la Razón nos presentaría más adelante a un Martín Antolínez cuyo golpe de gracia en la derrota de Diego González consistió en dejarle calvo --raerle los pelos de la cabeza hasta la piel-- en el campo, a la vista de los jueces, de todos los presente:

raxóle los pelos de la cabeça, bien a la carne llegaba (3655).20

La condensación de toda esta indefinible complejidad, de todo ese subconsciente colectivo de nuestro legado cultural es lo que nuestro pueblo ha consagrado y transfigurado con carácter indeleble en nuestro dicho.

¿Cómo explicarnos que una expresión en su significado directo tan sosa como la de tomar el pelo haya logrado en su acepción figurada tal popularidad, tal perpetuidad y fuerza significativa, grávida de comicidad y burla? Tomar es un vebo extraordinariamente limado, reprimido; es un sustitutivo aséptico de los otros más propios y más incordiadores, como mesar, pelar, raer, rapar, rasurar, que más abiertamente refieren lo que con aquél se intentaba disimular.

Las prácticas de la depilación. Entre los clásicos de sátira menos refinada, los maestros del sarcasmo y el epigrama, Marcial y Juvenal, por ejemplo, abundan las referencias a la depilación y el afeitado. El pelo que se mesaba o rasuraba era principalmente el de las zonas genitales y el ano vellere cunnum. El blanco de sus sarcasmos son, por lo general, los afeminados. Solían éstos, especialmente los pasivos, llevar rasuradas todas las partes del cuerpo con excepción de la cabeza. Según Suetonio, el historiador de las extravagancias y excesos de los Césares, se solía decir del emperador Galba que cuando Icelo, uno de sus anteriores tomantes, vino a España a darle la noticia de la muerte de Nerón, no se contentó con besarle y apretarle en presencia de todos, sino que le ordenó se depilara (velleretur) sin demora para llevárselo a solas (Galba cap. 22).

El serio Quintiliano reprobaba las prácticas de la depilación que prevalecían, según él, en la ciudad (Quint. 1,6), y entre los signos de afeminamiento y de escasa virilidad enumeraba "el cuerpo depilado" (5,9). El mismo Suetonio nos refiere cómo algunos censuraban a Julio César de preocuparse con demasía por su apariencia física, hasta el punto de que no sólo se rasuraba con forceps y afeitaba con navaja, sino que incluso se depilaba (velleretur, cap. 45).

Se nos atestigua de las mujeres griegas y romanas que gustaban de depilarse el pubis. Aristófanes, entre las varias referencias a esta práctica, habla de las danzarinas que apenas llegaban a la pubertad se depilaban el monte de Venus (p. 119); en otra ocasión se refiere a la erección que provocaba en el pene la contemplación de un pubis mondo y lirondo. Marcial le avisaba a la vieja Licella de lo inútil que era el tratar de engañar al miembro viril por mucho que se afanara en depilarse el pubis, tratando de encender las cenizas, acicalamiento que era más propio de las tiernas doncellas. Entre los pasatiempos de fornicarios y sodomitas se enumeraba el de la depilación mutua. De Domiciano se decía, según Suetonio (Domiciano, cap. 22), que solía depilar (develleret) él mismo a sus concubinas. Habrá que añadir que, por otra parte, en un tipo de ritual más cercano conceptualmente a los textos de la Biblia, la depilación de la vulva se efectuaba como castigo, particularmente sobre las mujeres adúlteras.

El castellano tomar de nuestro dicho popular, con su sentido de burla, vino a reemplazar y paliar, evidentemente, los verbos más propios y por ello más propensos a causar ansiedad, mesar, pelar, raer, rapar, rasurar, que encontramos en otras viejas expresiones como las del citado pasaje de Isaías y los numerosísimos otros ejemplos, por muy vulgares, no menos populares, que uno encuentra en los escritos satíricos y eróticos de autores latinos vellere cunnum y castellanos del tipo pelar las barbas del conejo, o rapar el pandero (cfr. P. Alzieu, Floresta ..., p. 345, 347).21

¿Hay en la Gesta pasaje alguno semejante? Cuando el escritor medieval quiere ser irónico, sabe usar magistralmente su lenguaje para lograr su fin. A las palabras del Cantar hay que dejarlas que nos hablen por sí solas. El autor de la Razón nos habla, como él dice, en juego o en vero. El de la Gesta nos hablan en un tono serio, sin querer saber nada de burlas ni desprecios. ¿Quién puede imaginársele a éste o a sus personajes entretenidos en tomar el pelo?.



































N O T A S



































(1) Es para dejarnos atónitos el contraste entre el Cid que nos retratan historiadores como Heer, héroe de faz compasiva, amable, ejemplar, y la que esbozan algunos de los profesionales de la literatura medieval española, los especialistas en el Cantar; es irónico que creyéndose cidófilos, derrochen tanto tiempo, tanta energía, tantos talentu dos esfuerzos en presentarnos la faz fea y detestable del gran héore épico.

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(2) Compárese con la "nuestra" aquella moralidad de la Castilla medieval del conde García Fernández quien estableció la misma multa por el asesinato de un judío que de un cristiano, normativa que siguen otros reyes castellanos (cf. Baron 250-51). Sobre la protección a los judíos bajo Alfonso VI, ver Sánchez Albornoz (I, 389, 393).  VUELTA AL TEXTO

































(3) En su artículo " Did the Cid repay the Jews?" (528). La pregunta es tan fútil como la que se suele plantear entre los críticos anglohablantes, en plan de burla, sobre cuántos hijos tuvo Lady Macbeth. Algo por el estilo a si nos preguntáramos si eran frígidas las hijas del Cid, o si Melibea estaba embarazada y por eso se suicidó. Pero con la diferencia de que la de Smith se presta a ser interpretada en contra del héroe castella no, en contra de su pueblo; es tendenciosa, maliciosa. En contra de lo que el crítico literario quiere sugerir, se levanta el testimonio del historiador F. Heer, quien destaca cómo Castilla fue el lugar de refugio para los judíos perseguidos en el Al-Andalus (250), en Inglaterra, Francia y Alema nia (257). Epstein nos dice: "En ningún otro sitio de la cristiandad fueron los judíos mejor tratados que en España en el siglo XIII," comentando a la vez que, aunque eran considerados extranjeros, se les extendió la misma consideración que a sus vecinos cristianos, no encontrando paralelo en Europa la amistad y tolerancia que se les dispensaba, condiciones favorables que duraron hasta el año 1381 (p. 1 de parte 1& y 2&). El lector in teresado en este tema, puede consultar otros testimonios y abundante bibliografía en mi Burgos 69 y 73.  VUELTA AL TEXTO

































(4) La preocupación por la moralidad moderna frente a la antigua y el remordimiento son afecciones individuales para cuya cura sería más aconsejable acudir a la confesión o al psicoanálisis que a la crítica literaria. Da la impresión que estos críticos como si quisieran que les ayudara el Cid a sobrellevar la culpabilidad o remordimiento de la moderna civilización. A propósito de esta actitud crítica recuerdo lo que dice Little de aquellos cristianos que "atacaban en los judíos aquellas cosas que, creyéndolas inadmisibles para sí, las proyectaban en éstos" (56).

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(5) Cree Smith también que Menéndez Pidal se había quedado corto cuando lo único que veía en el episodio era cierta comicidad ("Did the Cid" 525 nota). Recuérdese lo que dije más arriba de cómo Milá y Fontanals tras establecer que los casamientos --al final del cantar segundo-- eran el tema central del Cantar, recriminó al autor que escribiera un primer cantar tan desproporcionadamente largo. ¿No se le ocurriría que lo des proporcionado pudo ser su esquema? Con frecuencia los críticos corren el riesgo de caer en sus propias trampas y, lo que es peor, quieren encerrar en ellas al propio autor.  VUELTA AL TEXTO

































(6) Citado por C. Smith en "Did the Cid Repay the Jews," p. 535.

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(7) "Mio Cid". Estudios de endocrítica 112-132. A estas páginas remito al lector interesado en más amplia información y en documentación bibliográfica.

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(8) Véase el término en Du Cange, Glossarium mediae et infimae latinitatis. Graz-Austria, 1954.

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(9) De Chasca, con el fin de mantener el carácter de burla del episodio, interpreta este verso de una manera muy forzada, dándole a la frase formularia un significado excepcional: "Sólo una vez emplea el juglar la fórmula exclamatoria para desvalorizar a un personaje. No cabe duda de que se está riendo del Conde de Barcelona cuando dice: comiendo va el comde. ¡Dios, qué buen de grado!" (El arte 216). No sé en qué cultura ver comer de buen grado a un invitado que ha ayunado durante tres días, causa risa. No era ésta la única vez que de Chasca, para acomodar sus teorías, fabricaba significados excepcionales para determinadas palabras; comentando sobre el verso 20 ¡Dios, qué buen vasallo! ¡Si hobiese buen señor!, dice que "bueno, para referirse al rey, se usa doce veces ... La primera vez [en el v. 20] se encuentra ... en una negación implícita de la bondad" (El arte 65, n.2). Significado excepcional le daban asimismo los partidarios del antisemitismo a la frase en cuenta de sus haberes v. 101, con referencia a Raquel y Vidas; este mismo concepto de contabilidad y ganancias aparece con gran frecuencia en la Gesta; sólo en este caso sería vituperativo ("in miserly contemplation of their wealth" Smith, Did the Cid 523). Significado excepcional era también el que se le daba a palacio (182, "sala de la casa de los judíos") en su primer ejemplo, diferente del que tendría en los otros nueve.  VUELTA AL TEXTO

































(10) La mesura y el donaire en el andar es un recurso poético del elogio, que trae ecos de la Eneida 1,405: "vera incessu patuit dea" (en su caminar se se veía claro que era un verdadera diosa).

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(11) Esta frase tan despectiva con respecto al valiente soldado de Vivar se asemeja a una que trae Tito Livio, al hablar de aquellos soldados romanos que habían sido reducidos a picapedreros: Romanos homines ... opifices ac lapicidas pro bellatoribus factos (1,59,9). En su comentario a este pasaje dice R. M. Ogilvie que opifices ac lapicidas es más fuerte que mecánicos y albañiles, una vez que las canteras eran lugares de castigo para esclavos; la frase debía ser pues un slogan (A commentary to Livy. Oxford, 228). Ver la nota a este verso (picar) en mi ed. p. 225, y la posible relación con el futuro "pícaro."

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(12) Sobre la ironía fraseológica de la expresión tajaremos amistad, compárese con la frase proverbial latina pacem gerere, derivada de la más propia bellum gerere, en cuanto que la paz era continuación de la guerra (ver Lausberg II, 157, n99). El poeta juega aglutina en tajaremos los significados de "tajar" (hacer añicos la amistad) y "tallar" (labrar con cuidado un tartado de amistad). Por la respuesta de Búcar se verá que lo interpretó en el primer sentido.

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(13) La primera vez que interviene Garçi Ordoñez en el Cantar lo hizo para expresar con peculiar bravuconería su menosprecio del Cid: Semeja que en tierra de moros no ha vivo homne,
quando así faze a su guisa el Çid Campeador
(1346-47).
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(14) In psalmum 33, Sermo 1, 11, 132, 7.  VUELTA AL TEXTO

































(15) Cantar de mio Cid, vv. 30948; véanse las notas a estos versos. El cabello y la barba se protegían, según los viejos motivos folklóricos, con un significado especial: aquí se nos dice expresamente qué pretendía el Cid: recaudar todo lo suyo. Más adelante, tras la recaudación. el Cid se quitaría la cofia, se soltaría la barba.  VUELTA AL TEXTO

































(16) pelo (5): GESTA 1241; RAZON 2437, 3094, 3096, 3655.

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(17) He hablado ampliamente de esto en mis artículos "La abadesa embargada por el pie," "Genitalidad del pie en la tradición literaria y folclórica," y "El cabello de Melibea (Medusa): entre la petrificación y el emborricamiento."

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(18) También, Persio, Sát. II, 28 y IV, 1.

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(19) Camilo J. Cela, Enciclopedia del erotismo..., v.pelo. En inglés hair es slang por el sexo de la mujer o el pelo pubiano; after hair es igual a looking for a woman (véase hair en Eric Partridge, A Dictionary od Slang and Unconventional English, ed. Paul Beale [New York: MacMillan, 1984]).

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(20) Aprovecho para revisar mi comentario al v. 3095, sobre la cofia que el Cid llevaba para proteger los pelos de la cabeza; decía yo, comparándolo sólo con los vv. 3288-90, que no "era el pelo de la cabeza, sino el de la barba, el que se arrancaba ... en señal de burla" (ed. 219). Evidentemente en la perspectiva de esta tradición literaria del pelo o cabello y este verso 3655, mi primera interpretación se quedaba muy corta.

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(21) Entiendo que tomar el pelo y pelar la pava son dos expresiones de nuestro eufemístico pueblo muy afines. Pelar la pava se dice del pasatiempo favorito de los que ya pasaron por la edad del pavo. Con lo de pava se logró paliar el viejo entretenimiento de mesar o depilar, así como del más inocente jugueteo, de todos los tiempos, de darse tironcitos (tomar) del bello pubiano. ¿Y qué es pelar la pava sino lo que quería decir Calisto con aquello de quitarle al ave las plumas? En los momentos culminantes de las relaciones entre Calisto y Melibea, en el jardín, a la luz de la luna jugueteaban de esta manera los amantes:

MEL. ... Holguemos y burlemos de otros mill modos que yo te mostraré; no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué prouecho te trae dañar mis vestiduras?
CAL. Señora, el que quiere comer el aue, quita primero las plumas (II; XIX, 181),

C. Morón-Arroyo tilda de "canallesca" esta frase de Calisto (Sentido, 49). Miguel Marciales comentaba en la nota: "Frase de un amor completamente espiritual" (su edición, La Celestina II, 248).  VUELTA AL TEXTO